Etiquetas

, , , , , , , , ,

por Lilliana Ramos Collado*

Francisco de Goya y Lucientes, «Capricho No. 69 – Sopla» (1799).

“[E]n uno de los reinos extranjeros se le puso a un tratante en la cabeza vender diablos, como si fueran guacamayas o micos de Tolú. […] A mí, pues, se me ha plantado en el escaparate de los sesos vender mis sueños, mis delirios y mis modorras. Y no siendo estas tan malas como los demonios, creo que te las he de vender bien vendidas… [sic]”
—Diego de Torres Villarroel, Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte

“La pintura (como la poesia) escoge en lo universal lo que juzga mas a proposito para sus fines: reune en un solo personage fantastico, circunstancias y caracteres que la naturaleza presenta repartidos en muchos, y de esa convinacion, ingeniosamente dispuesta, resulta aquella feliz imitacion, por la cual adquiere un buen artifice el titulo de inventor y no de copiante servil [sic].”
— Anuncio de la venta de Los Caprichos de Goya en el Diario de Madrid, 6 de febrero de 1799.

Una primera versión de este ensayo se publicó en la revista digital Romanitas:Lenguas y literaturas romances, http://humanidades.uprrp.edu/romanitas/espanol/volumen1/ramos.html

 

0. Introducción

Se dice que, sin la publicación de sus Caprichos en 1799, Francisco de Goya nunca hubiera alcanzado la estatura que hoy le damos, puente hoy necesario entre sus cartones para tapices y sus pinturas negras, entre sus retratos cortesanos y los Desastres de la guerra. Quizás sea este portafolios de Caprichos, compuesto de ochenta aguatintas, lo que ayude a comprender el genio paradójico y elusivo de este desconcertante artista aragonés. Quizás decir que, con este portafolios, Goya definitivamente nos permitió intuir un lado otro suyo pletórico de oquedad, disimulo y paradoja, un mundo al revés, atienda un problema de lectura sin resolverlo. Lo cierto es que cada día más estudiosos aclaman a los Caprichos como el primer conjunto absolutamente contundente de la producción goyesca.

¿De dónde surgen los Caprichos, realizados por Goya luego de varios años sin producir obra gráfica e inaugurando magistralmente una nueva técnica en su repertorio, el aguatinta? ¿Cuándo comienza Goya, recién salido de una catastrófica enfermedad que lo dejó sordo y enervado, a pensar en esta colección difícil de clasificar? La confusión irresoluble acerca de los datos de producción, de divulgación y de aceptación por el público sugieren, a más de un estudioso, que se trata de una obra inconclusa: existen diferentes estados de diferentes tiradas, pruebas de prensa con constantes correcciones, con y sin calces; existen calces añadidos por otras manos, la datación y el orden de las tiradas son imponderables; el orden numérico de las imágenes es insólito; el significado de su iconografía no siempre es claro; el portafolios fue retirado del mercado luego de la venta de unos poquísimos ejemplares; fue entregado, como regalo a los reyes, a la Calcografía Real… todo, todo lo que se relaciona con esta obra parece girar en torno a la idea misma de capricho. Da la apariencia de que en su proceso se conjugan un pensamiento azorado sobre el estado de cosas en España y en Europa, que viene a culminar en un profundo desasosiego ante las esperanzas suscitadas por el espíritu de la Ilustración. Da la impresión de que a la superficie de estos papeles vienen a luchar conceptos y técnicas de la representación y de factura de la obra que dan al traste con las tradiciones.

Folke Nordström, en un comentario sobre el Capricho No. 43 de Goya, menciona, como fuentes probables, las meditaciones que Meléndez Valdés dedicó a “Jovino, el melancólico”; algunos artículos de Los placeres de la imaginación, de Joseph Addison, que José Munarritz, muy amigo de Goya, estaba entonces en proceso de traducir al español; y los textos de algunos de los “Graveyard Poets” ingleses como Edward Young, ilustrados por William Blake.[1]

Pero las imágenes de los Caprichos son violentas y contundentes en comparación con el tono reflexivo de los “Graveyard Poets”, y con el trazo estilizado de las ilustraciones de Blake para los textos de Young —y que se publicaron dos años antes que Los Caprichos, de Goya. (Para ver el portafolios completo de los Caprichos de Goya, refiérete al siguiente enlace: http://en.wikipedia.org/wiki/Caprichos ). El contemptus mundi que en sus textos “melancólicos” exhiben, como pose poética, Juan Meléndez Valdés y otros poetas contemporáneos a Goya, no alcanza la brutalidad de la crítica social concreta que presenta nuestro artista. Estos escritores estilizan todo trazo grotesco y suavizan el horror de la muerte.

Tampoco la traducción que realizó Munarritz de los textos de Addison aboga por una violencia tal, o la representa como escenario para ejercer la imaginación o saborear el placentero estremecimiento de lo sublime como reacción estética ante lo monstruoso. Las propuestas de Addison, originalmente publicadas en 1715, capturaron la especulación de Edmund Burke, cuyo tratado An Enquiry Concerning the Origin of Our Ideas of the Sublime and The Beautiful (1756), provocó la importante “Analítica de lo sublime”, de Inmanuel Kant, e impactó la ensayística estética de todo el romanticismo. Para Addison, para Burke y para Kant, el genio puede ejercer sobre lo monstruoso su capacidad racional.

Comencé a ponderar si alguna obra de Diego de Torres Villarroel, especialmente sus Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte,[2] pudo haber sugerido al grabador aragonés algunas de las escenas siniestras, nocturnas, oníricas y melancólicas que presenta la citada obra de Torres, cuya cuarta edición se publicó en 1796,[3] justo en el momento en que los estudiosos dedicados a los Caprichos colocan los primeros bocetos preparatorios para el portafolios. Torres es una figura interesante de mediados del Siglo de las Luces: famoso y polémico astrólogo —cuyo nome di stelle era Gran Piscator de Salamanca—, catedrático de matemáticas de la Universidad de dicha ciudad, amigo de los reyes y su huésped frecuente, autobiógrafo importante y autor de poderosos textos satíricos.

¿Qué elementos de sus respectivas propuestas culturales hermanan a artistas como Torres y Goya? Al descaro con el cual Torres interpela a sus lectores como compradores de sus “sueños”, Goya riposta con su breve anuncio en el Diario de Madrid para la venta de Los Caprichos.  Otro vínculo es el sueño, que configura este extraño paraje nocturno en el cual se convierte la urbe madrileña dieciochesca en ambos artistas. Se trata de un sueño fantasioso en los oscuros espacios de la disforia —patrullados por extrañas criaturas que, durante el día, están condenadas a pulular en los márgenes y, en la noche, se apoderan de todo el ámbito— en los cuales lo real adquiere rasgos francamente siniestros que mezclan lo humano y lo animal, la imitación y la caricatura.

 

1. Vendedores de desengaños

Francisco de Goya y Lucientes, «Capricho No. 63 – Miren que grabes» (1799).

En sus Visiones y visitas, Torres nos relata la visita nocturna que le hace el fantasma de Francisco de Quevedo a su modesta habitación de astrólogo. De la mano de Quevedo, durante tres sueños, Torres explorará el Madrid nocturno, ciudad hedionda y malsana, configurada por la aguda sátira que el propio Torres aprendió de Quevedo mismo. Junto con el autor del Buscón, Torres nos propone una poética del desengaño, mediante el modo satírico, como le aconseja el fantasma de Quevedo al aparecer por primera vez sentado en cuclillas sobre el pecho de Torres como bizarro íncubo literario. Dice Quevedo a Torres: “Te aconsejo que no gastes dibujos en tu locución, que la desnudez es el traje más galán de los desengaños. [… A] lo amargo de las verdades es preciso confitarlas para que perdido el primer asco, sean después medicina.”[4]

Torres cuestiona la poética quevedesca del desengaño y afirma que, dado que en su siglo ya no hay hipócritas ni falsarios: “Ahora se hace adorno de la destemplaza, gala del vicio, y pompa de la disolución”.[5] Dice Torres:

Yo me vi de bruces al bufete, engullendo tajadas de indivisibles tarazones de átomos, pistos de materia prima y substancias de accidentes, guisadas en un Platón rancio por un cocinero de este siglo, que sazona estupendas bizcochadas para opilar sesos y obstruir meollos. Así mataba el hambre de mi curiosidad, brindando con alguna impaciencia a la memoria para que a pesar de las bascas y regüeldos del desengaño, tragase y consintiese en su expensa lo caduco de estas especies desleídas y lo chocho de estos licores repasados (que a esto llaman estudiar […]).[6]

Torres propone su propia poética del desengaño: presentar, con fuertes tintas, la imagen verdadera de la gente de su época y sus visiones como una medicina atroz, sin “confitar”.

Por su parte Goya, al anunciar en el Diario de Madrid (6 de febrero de 1799) que ha puesto a la venta su colección de estampas que se conocerá como los Caprichos, explica:

Colección de estampas de asuntos caprichosos, inventadas y grabadas al agua fuerte, por don Francisco de Goya. Persuadido el autor de que la censura de los errores y vicios humanos (aunque parece peculiar de la eloqüencia y la poesia) puede tambien ser objeto de la pintura: ha escogido como asuntos proporcionados para su obra, entre la multitud de extravagancias y desaciertos que son comunes en toda sociedad civil, y entre las preocupaciones y embustes vulgares, autorizados por la costumbre, la ignorancia ó el interés, aquellos que ha creido mas aptos á suministrar materia para el ridículo, y exercitar al mismo tiempo la fantasia del artifice. [Sic]

Esta enseñanza mediante el ‘mal ejemplo’, o el denuesto de los vicios mediante su representación ridícula o siniestra, es lo que parece llamar la atención a Goya, en tanto da de sí imágenes extravagantes que “exercitan la fantasia del artifice”. Y de fantasía se trata, de la libertad de la imaginación que, en su extravagancia —literalmente, en su salirse del camino e ir errante y sin rumbo— prefiere la representación de desaciertos y embustes (errancias del sentido y errancias de la verdad).

Este denuesto, valorado por su rendimiento en artificios, viene a revelarse de la manera más curiosa. Para vender su portafolios, Goya no ha seleccionado ninguna de las librerías de la Corte, según lo acostumbrado, sino que acude con su mercancía a una tienda de perfumes y licores en la Calle del Desengaño, cerca de la Puerta del Sol en Madrid[7]:

Se vende en la calle del Desengaño no. r tienda de perfumes y licores, pagando por cada coleccion de á 80 estampas 320 rs vn.[8]

Francisco de Goya y Lucientes, «Capricho No. 33 – Al Conde Palatino» (1799).

Nótese el oxímoron implícito en vender “perfumes y licores” (uno enmascara los olores del cuerpo y el otro puede constituir medicina que provoque el vómito curativo) en la calle del Desengaño (¡!): como si el artificio enmascarador fuera a su vez foco de la “luz de la verdad” y objeto que invita a salir del desengaño, cuya palabra significaba:

Desengaño. S.M. Luz de la verdad, conocimiento del error con que se sale del engaño. […]

Desengaño. Se llama tambien el objeto que exercíta al desengaño. […] Vióse en su mismo original la cara del desengaño, tan terrible, que bastaba à introducir susto hasta en los mármoles del Templo. [Sic][9]

Parte de la acción de desengañar (o sacar del engaño) estriba, precisamente, en la venta del portafolios: en ponerle un precio; y así se juega a trivializar la lección moral que podrían encerrar las estampas, que se convierten en juguetes o juegos de ingenio, en desvíos del rumbo usual “autorizado por las costumbres”. Si bien la venta profesionaliza al grabador, reduce la obra a una posesión privada que se compra por capricho al precio de 320 reales, del mismo modo que Goya presenta, caprichosamente, los caprichos y extravagancias de su época. Goya propone caprichos que, a la vez, engañan y desengañan por su artificio:

Como la mayor parte de los objetos que en esta obra se representan son ideales, no será temeridad creer que sus defectos hallarán, tal vez, mucha disculpa entre los intelligentes: considerando que el autor, ni ha seguido ejemplos de otro, ni ha podido copiar tan poco de la naturaleza. Y si el imitarla es tan difícil, como admirable cuando se logra; no dexará de merecer alguna estimación el que apartandose enteramente de ella, ha tenido que exponer á los ojos formas y actitudes que solo han existido hasta ahora en la mente humana, obscurecida y confusa por la falta de ilustración ó acalorada con el desenfreno de las pasiones. [Sic][10]

Goya sigue el uso dieciochesco de la palabra “capricho”:

Capricho. s.m. Dictámen formado de idéa, y por lo general fuera de las reglas ordinarias y comúnes. Parece voz compuesta de caput y Hecho, como si se dixera Hecho de própria cabeza; pero sin duda es tomada del Italiano. […]

Capricho. En la Pintúra vale lo mismo que Concepto. […]

Hombre de capricho. Se llama al que tiene agudéza para formar idéas singuláres, y con novedad, que tengan feliz éxito. Y tambien se toma por el que es temóso, porfiado y duro en sus idéas y resoluciones. [Sic][11]

Francisco de Goya y Lucientes, «Capricho No. 43- El sueño de la razón produce monstruos» (1799).»

El artificio que alimenta estas obras es “capricho”, fantasía o idea de la cabeza, extravío de las “reglas ordinarias y comunes”, “concepto”, “agudeza”, jeu d’esprit. Y se vende en una tienda de licores y perfumes parecida a la que Goya ilustra en su Capricho 33[12] “Al Conde Palatino”, en la que se venden licores vomitivos y donde se representa a un hombre vomitando. ¿Acaso un jocoso ludus verborum con las palabras palatio (palacio) y palatum (paladar), y así una alusión a comer y vomitar? De igual modo, al regurgitar su indigestión melancólica, el artista expulsa de sí los monstruos de su razón en el ya citado Capricho Núm. 43.

¿Se tratará de una alusión al vomitivo de Torres que hemos citado? De hecho, el texto de Torres sobre el “pisto” vomitivo y la mala digestión va de la mano con la imagen tópica de la melancolía, y no debe sorprendernos que, justo antes de describir la regurgitación del “desengaño”, Torres, en su “Prámbulo al [segundo] sueño”, se nos describa a sí mismo en la pose típica del melancólico que, en este caso, padece de una malísima digestión:

Crucé los muslos; y de bruces sobre los brazos, doblé la cabeza encima de un hombro, solicitando con esta postura conciliar, si no los arrullos del sueño, los cariños de la suspensión.[13]

Hay que recordar que, cuando comenzó a configurar su portafolios, Goya se propuso utilizar como portadilla, la imagen que hoy constituye el Capricho no. 43 y que lleva como lema “El sueño de la razón produce monstruos.“ Recordemos también las sanguinas que sirvieron de exploración a este Capricho famoso. El más antiguo parece titularse “Idioma universal” y su calce lee: “El autor soñando. Su intento sólo es desterrar vulgaridades perjudiciales y perpetuar con esta obra de capricho el testimonio sólido de la verdad.” A la espalda del artista, la cabeza casi en el mismo nivel que su trasero, y produciendo todo tipo de personaje amorfo, las figuras de la noche, como excrescencia del sueño. Aunque Goya termina utilizando como portadilla un retrato suyo que le presenta mirando de reojo y vestido con todo lujo dandesco, podría decirse que ambas imágenes constituyen verso y anverso del portafolios.

La versión torresiana de los “monstruos” de la imaginación indigesta reza así:

Molido, en fin, como si me hubieran echado un compás de acebuche sobre los lomos, y ya ocupada la cavidad del cerebro de la materia fumosa, a pesar del bataneo de las tablas ya tiranía de los vuelcos, a la dulce violencia de los arrullos y la sabroza pesadez de los vapores [de la digestión] se derribaron las pestañas, se tumbó el juicio, se remató el sentimiento, huyó la razón, y yo me quedé como un bruto en los brazos del sueño. La fantasía, como vive a espera de estos descansos para desarrebujar sus locuras, luego de que sintió el entendimiento divertido, a la voluntad durmiendo y a la memoria roncando, empezó a formar en las calles de mi calletre una procesión de figuras tan proprias, tan vivas y tan ordenadas, que más parecieron obra de un discreto cuidado que pintura de loca aprehensión, y las fue colocando en la forma que irá leyendo el que tuviese ánimo para tomar a pechos el acíbar de estas verdades.[14]

De modo que las fantasías de Torres provocadas por la mala digestión de un melancólico son posiblemente recuperadas por Goya en su idea de la obra como fármaco del desengaño, administrado por el artista mismo como médico o “Conde Palatino”, según el texto que acompaña al Capricho No. 33, que se desdobla en el enfermo indigestado que se nos presenta en el Capricho No. 43, quien, al ceder a los vapores de la melancolía y obnubilarse el poder organizador de la razón, deja suelta a la fantasía, que produce imágenes monstruosas similares, ciertamente, a las imágenes truculentas de la urbe madrileña que avista Torres en sus Visiones y visitas.

2. Sueños

Francisco de Goya y Lucientes, «Capricho No. 40 – De qué mal morirá? (1799).

Torres es heredero de la tradición del “sueño literario” en Occidente que propone que el lenguaje onírico siempre quiere decir otra cosa y requiere una intensa labor hermenéutica. De ahí que, desde muy antiguo, la teoría de los sueños aparezca emparentada con el modo retórico de la alegoría, que también implica una narrativa de doble voz en la cual se le da aspecto concreto a nociones abstractas. El sueño y la alegoría comparten la extrañeza y dudosa verosimilitud de su narrativa, así como la percusividad de sus imágenes, ambos requisitos para el estímulo de la memoria y para la afectividad significante del discurso[15].

Dos tipos de sueño alegórico surgen en la Antigüedad: el sueño moral y el sueño satírico. Con el “Sueño de Escipión”, Cicerón consolida el repertorio de tópicos del sueño filosófico: motivación verosímil en una conversación o una lectura antes de dormir; la aparición de una figura prestigiosa, usualmente ya muerta, que sirve de maestro y de guía en el sueño; el durmiente realiza un viaje iniciático o de aprendizaje; el que narra suele hacerlo en primera persona; se manifiesta que el sueño ha sido tan claro que parece real; el relato acaba con una reflexión moral.[16] Por otro lado, los sueños de Luciano de Samósata presentan viajes de aspecto onírico que le permiten satirizar vicios y costumbres de la sociedad que le fue contemporánea. Se trata de caricaturas deformantes que siguen el modo tradicional de la sátira. En la Edad Media, la tendencia alegórica favorecerá los sueños de viajes al otro mundo, en especial al mundo de los muertos, como parte de un esfuerzo doctrinal. También favorecerá los viajes iniciáticos, sean en pos del amor divino o del amor humano (o de ambos). La Divina Comedia de Dante Alighieri es el ejemplar modélico de ambos modos. La modernidad asumirá esta tradición del sueño con sus propios ajustes.

En España, Diego de Torres Villarroel recurre al sueño literario plenamente dentro de la tradición satírica que caricaturiza el sueño filosófico de autores como Cicerón. En sus Visiones y visitas, por ejemplo, Torres subraya la situacionalidad del sueño como marco de la narración y propone teorías fisiológicas y psicológicas acerca de la configuración del contenido de los sueños y de su apropiada interpretación. Se deban a malas digestiones o sean propiciados por lecturas o conversaciones extrañas realizadas antes de irse a la cama o de quedarse dormido de bruces sobre su escritorio, en los tres sueños de Torres en las Visiones y visitas, el autor realiza, de la mano de Quevedo, una caricatura del Sueño de Escipión. Bien puede decirse que las imágenes descoyuntadas y monstruosas que presenta Torres en su recorrido onírico por Madrid constituyen alegorías morales de los vicios y virtudes de su época, horrendas personificaciones del mal. Podemos aprovechar las concreciones visibles de su interpretación del mundo real como mundo de los sueños: un mundo hecho de metáforas y aforismos.

Henry Fuseli, «La pesadilla» (1781).

Goya, por su parte, también se coloca, aunque incómodo, en una tradición de imágenes oníricas que más pertenecen a la alegoría o a la caricatura satírica que al sueño. En el anuncio de venta de los Caprichos publicado en el Diario de Madrid en 1799, Goya asegura que “el autor, ni ha seguido los  exemplos de otro, ni ha podido copiar tan poco de la naturaleza [sic].”[17] Pero si nos fijamos en el Capricho No. 40, en el cual un hombre aparentemente postrado en cama y moribundo (y vestido con ropa de dormir) es vigilado y aparentemente mordido en el pecho por un burro, paracería ser una parodia del famoso cuadro de Henry Fuseli, La pesadilla (1782), en el cual podemos ver a una durmiente, en exagerada pose de relajamiento, y alrededor de ella los personajes de su visión nocturna: sobre su pecho el temible íncubo, y asomada a la ventana (de su conciencia, posiblemente), un caballo o yegua que nos hace pensar en la “yegua nocturna”, nightmare o cauchemar. Vemos, simultáneamente a la durmiente y a su visión o sueño, como lo vemos tal vez en el Capricho No. 40; pero en Goya, íncubo y caballo se han condensado en una sola imagen de un burro, pariente pobre del caballo, burla grotesca de los placeres imaginativos del sueño de los primeros románticos, que se posa casi sobre el pecho de este hombre durmiente o moribundo que duerme o muere ‘a pata suelta’. Goya no se contenta con deformar o caricaturizar estas preocupaciones de la psiquiatría incipiente que capturaron la imaginación del romanticismo temprano, sobre todo en su versión inglesa y alemana. Insiste en repetir la hazaña en su famoso Capricho no. 43 y le otorga el nombre de “monstruos” a los productos de la imaginación del durmiente.

Ahora bien, a pesar de las semejanzas con Fuseli, lo cierto es que también hay dramáticas semejanzas con las Visiones y visitas de Torres. Al ver a Quevedo en el momento en que se materializa el fantasma en su primera visión, Torres describe así al conceptista barroco:

[E]staba estorbando mi respiración echado de bruces sobre mi almohada un semblante que calzaba unos veinte puntos de facciones hinchadas con la violencia de la postura. Las melenas, que parecían ramal de penitente, cabellos cilicios entre púa y pelote, tan rucios como rodados, servían de limpiadera de mis barbas. Por bigotes tenía dos mecheros de velón, y una pera como rabo de cochino y tan larga, que le hacía roscas en la golilla; los ojos entre vidrios, y sus antojos y los míos formaban tan aguda su visión, que me pareció que me miraba con dos chuzos […].[18]

Nótese que la descripción de Quevedo, casi agachado de cabeza sobre el pecho y la cara del durmiente Torres, se presenta como un íncubo, y la descripción del autor de los Sueños se asimila a la del “rucio” —según definido en 1732 como “Lo que tiene, ò es de color pardo claro, blanquecino o canoso. Aplícase a las bestias caballares”[19]—. De modo que, en la imagen de Quevedo, Torres fusiona el íncubo con el caballo, igual que parece hacerlo Goya en su Capricho No. 40. Después de todo, hemos visto que Goya afirma su independencia de toda tradición pictórica en el caso de los Caprichos. No descarta, sin embargo, el recurso a la literatura, y así afirma, en un pasaje ya citado del anuncio de la venta de sus Caprichos, que “censura […] los errores y vicios humanos (aunque parece [oficio] peculiar de la eloqüencia y la poesia)”.

3. La razón monstruosa

Francisco de Goya y Lucientes, «Capricho No. 71 – Si amanece, nos vamos» (1799).

En cada una de sus tres Visiones, Torres alude al sueño como marco de la visita de Quevedo a su dormitorio y, con él, a la Corte madrileña.

A la héctica llama de un viudo candil […] de astrólogo […], estuve anoche aguantando la mecha y enojando los párpados, que los quiero sobre las niñas de mis ojos, por brujulear las dicciones de un curioso libro que ha meses que le doy mi lado, porque me despierta el sueño. Y por más porfiaba a vencer con mi atención los esperezos de la mugrienta luz, pudo más su flaqueza que mi constancia; pues en la palidez de sus congojas se desmayaron ante mis pestañas. […T]iré dos azotes al aire para que acabase de un soplo la vida [… y…] del primer calcetazo le prendí las narices al candil. […] Tirados todos, el libro en la silla, el candil por tierra y yo en mi catre, enrosqué los lomos, di dos suspiros al aire, y eché de golpe la cabeza en mi almohada. Y al caer se enterraron la mitad de mis facciones, hasta medias narices; y como el dibujo de las ancas, muslos y suras se distinguía sobre la manta, quedé un medio perfil, metamorfosis entre galgo y astrólogo, que si me hubiera visto, se horrorizara San Antón. Sin susto de cosa de esta vida, llamé al sueño; y en breve espacio de si viene o no viene, me pintaba la consideración despostrada (¡válgame Dios, qué acuerdo tan natural!) las parecidas imágenes de cama y sepultura, muerte y sueño, acreditándome este desengaño mi memoria […] Pero con un filósofo descuido me sacudí de esta melancolía, considerando que aunque el sueño es muerte, era para mí entonces el dormir media vida. […F]ui  perdiendo por un instante el tacto de los ojos y la vista de los otros tres sentidos y medio; y cuando, a mi parecer, el discurso echaba más despabilado, viene el sueño y, ¿qué hace?, da un soplo a la luz de la razón; y me dejó el alma a buenas noches y a mí tan mortal, que sólo cuatro ronquidos, unos por boca y otros por lo que no se puede tomar por boca, eran asqueroso informe de mi vitalidad.[20]

El texto presenta la escena del estudioso soñoliento que lee a la luz de un candil un libro “curioso” que le mantiene a él despierto y despabilado a su “candil de astrólogo”. Desde el preámbulo a la primera visita de Quevedo, Torres establece un vínculo entre la astrología y sus sueños o visiones del tipo profético que la literatura médica y demonológica del siglo XVII había caracterizado como el tipo de sueño inspirado que solía tener el individuo melancólico, abrumado por la pereza y la abulia, como Torres mismo se describe en varios de los pasajes citados. El carácter siniestro del sueño de Torres se prefigura en la descripción monstruosa de sí mismo como durmiente hundido en su almohada, con el perfil hendido a la mitad, metamorfoseado en extraño híbrido “de galgo y astrólogo” que horrozaría a San Antonio. Acaso se anticipa el tipo de visión que sobrevendrá: las visiones del santo en el desierto, que constituirían sus monstruosas tentaciones. No hay más que recordar la muestra de pinturas del Bosco que obraba en la colección real a principios del siglo XVIII, que probablemente Torres conoció en sus visitas a y estadías con la familia real.  De hecho, el proceso de “mostración” del monstruo lo advierte Torres desde el prólogo mismo de sus Visiones y visitas:

Si te determinas a leer, te advierto que sea con alguna reflexión. Mira que no te quedes embobado como un salvaje en las pinturas de los mascarones que pongo a la entrada de las visitas; cuélate más adentro, y encontrarás doctrina saludable para conocer y huir los vicios de la edad. Si así lo haces, te hará buen provecho la lectura. [Sic][21]

El “mascarón” linda con lo monstruoso de la máscara de carnaval, que al ocultar el rostro, manifiesta el vicio que vive en el interior del sujeto. Los personajes de esta corte onírica se vuelven literalmente monstruosos en tanto poseedores de una constitución híbrida y heteróclita y en tanto con su amalgamada construcción representan o hacen visible aquello que llevan por dentro: en tanto se “muestran”, son monstruos. La monstruosidad opera así como una retórica de visibilización de los accidentes del alma, hibridación alegórica y heteróclita de alma manifiesta en la carne. Según José Miguel Cortés:

Lo monstruoso sería aquello que se enfrenta a las leyes de la normalidad. Unos monstruos traspasan las normas de la naturaleza (los aspectos físicos), otros las normas sociales y psicológicas, pero ambos se juntan, en el campo del significado, en la medida que, normalmente, lo físico simboliza y materializa lo moral. Lo monstruoso perturba […] las leyes, las normas, las prohibiciones de que la sociedad se ha dotado para su cohesión. [22]

Ahora bien, el personaje de Torres está asediado por un entorno monstruoso, en el cual ni él mismo parece ser la excepción: “híbrido entre galgo y astrólogo”, Torres no puede escapar a la aceleración metamórfica que, según él mismo, caracteriza a su época como época en que ya no hay hipócritas ni falsarios y todo se ve.

Veamos uno de los “mascarones” de Torres:

Era el salvaje [cocinero] muy pleonasmo de cabeza, llevando sobre un cuello ganapán un protocimborrio; pordiosero de frente, de la que sólo tenía un retazo; carcomido de cejas, ratonado de pestañas; sus ojos tan alegres, que en sus movimientos se escuchaban folías y fandangos; la vista encharcada de mosto, de suerte que miraba por azumbres. Parecióme que traía el alma en remojo; cada miradura era un cohete, y cada ojeo una chamusquina; naris de folio, en además de porra de vaquero; los dientes tan anchos y en tal disposición, que no era posible hallarle la vaina en los labios; traía en el rostro abundancia de granos, que cogió en la familiaridad de los racimos; finalmente, el bestia era de tan horrible aspecto, que hedía su semblante a cuantos le miraban. Cierto que juzgué que cuando lo formó su Artífice, estaba a oscuras, o que al tiempo de su fábrica estuvo borracha la naturaleza.[23]

Francisco de Goya y Lucientes, «Capricho No. 68 – Linda maestra!» (1799).

Los textos de Torres organizan la humanidad mediante la representación de tipos morales fundamentados en una larga tradición de tratados fisiológicos. Pienso en el Fisiólogo, del Pseudo Aristóteles, y en los trabajos de Albertus Magnus y de Giovanni della Porta, que eventualmente desembocarán en las obras de Lavater y de Gall, ambas producto del afán científicista del siglo XVIII.

Hay que señalar que los tratados de fisiología establecen una relación alegórica entre la forma del cuerpo y la ‘forma moral’ del alma, entre los accidentes de la carne —fracturas, amputaciones, así como enfermedades visibles y deformantes como la lepra— y las actitudes morales de los invididuos. Estas fisiologías crean un código de correspondencias ciertas e infalibles entre el mundo material de la carne y el cuerpo, y el mundo sutil del alma y sus pasiones.

Francisco de Goya y Lucientes, «Capricho No.62» (1799).

De igual modo, los Caprichos de Goya están enmarcados en un ambiente nocturno y oscuro, pleno de metamorfosis operadas en la sombra, de caracteres siniestros, de caminos hollados por la melancolía, la saturnalia y la brujería. En tanto que “caprichos”, más que profesiones monstrificadas, Goya trabaja con los seres marginales de la noche: prostitutas, monjes corruptos, brujas, celestinas, petimetres y currutacos, borrachos, ladrones de tumbas, ancianas remozadas, duendes, híbridos de hombre y murciélago, que, en conjunto, forman una especie de carnaval nocturno cuyos cuerpos deformes y asqueantes constituyen un bestiario del mal. El cuerpo se convierte, literalmente, en “figura”. Las fisiologías no hacen más que advertir que la moral tiene una retórica que se manifiesta en las formas físicas, incluyendo las conductas en tanto entendidas como gestos que siguen la forma del cuerpo. De ahí que el afán fisionomista responda a la esperanza de que el mal se vuelva visible y, por lo tanto, evitable.Los “monstruos” de Goya, al igual que los de Torres, sacan de la oscuridad y hacen manifiestos aquellos vicios que el artista considera son los más dañinos en la sociedad de su momento. En Goya, el vicio se convierte en oficio. De ahí que la brujería y la prostitución sean temas favoritos de las imágenes de Goya.

La monstruosidad, tanto en Torres como en Goya, no sólo está basada en la visibilización de la interioridad corrupta, sino también en la hibridez con la cual dicha corrupción o mezcla heteróclita se manifiesta[24]. Torres no sólo mezcla elementos de distintos cuerpos, sino que forma rasgos de la cara con palabras y frases —literalmente—, como si las palabras mismas fueran elementos fisiológicos que pudieran servir para componer los rasgos de un cuerpo. Es así que Torres construye descripciones en las cuales el lenguaje mismo, al hibridarse mezclando palabras y cosas, se vuelve monstruoso: una descripción monstruosa (híbrida) para hacernos visible el monstruo y, en consecuencia, el lenguaje que lo nombra monstruo. Goya, al presentar el cuerpo como figura moral, al mostrar el monstruo, también lo nombra.

4. Sueños y palabras

Tanto en las Visiones y visitas como en los Caprichos, el sueño atenúa la crítica abierta a usos y costumbres, y da pie a una proliferación lingüística cifrada en ejercicios de ingenio. El lenguaje del sueño, así como sus imágenes, es lenguaje críptico. No puede escapársenos la redundancia formal que vincula la imagen del sueño con el lenguaje que la narra —en el caso de Torres—, y la imagen grabada con su calce, en el caso de Goya. Este lenguaje quizás describe, quizás define, quizás explica, y quizás también —y sobre todo—, oscurece el propósito mismo de construcción de las imágenes. Podría decirse que la prosa de Torres es deliberadamente “pictórica”, así como la imaginería de Goya es deliberadamente “gnómica”, en tanto se propone, al recurrir a calces explicativos, moralizar sus imágenes. Se cruzan así el ánimo doctrinal y moralizante de la prosa de Torres —que tiende a crear emblemas verbales típicos de las descripciones que acompañan las iconologías de ilustradores como Ripa, Alciato y Covarrubias—, del mismo modo en que Goya recaptura la tradición iconográfica, tanto por pretender crear un vínculo entre lenguaje e imagen, como por explicar “el pequeño mundo del hombre” según lo hicieron antes los magos, ocultistas y alquimistas que rigieron la literatura del Renacimiento y el Barroco en toda Europa, desde Marsilio Ficino y Giordano Bruno, hasta Shakespeare, Cervantes y tantos otros hasta desembocar en el burlesco astrólogo Diego de Torres Villarroel.

El sentido cierto del lenguaje, tanto en Torres como en Goya, se trunca o se pervierte. En las descripciones constantes de Torres, se mezclan imágenes que amontonan elementos de órdenes diversos que hacen estallar todo orden. En Goya, el truncamiento del gnomon que hace de calce deja abierta la interpretación, creando seria incertidumbre en cuanto a si la imagen constituye o no una ilustración redundante y grotesca del calce. La ambigüedad hace su agosto y el lenguaje escapa así de las cerradas poéticas neoclásicas de las que la de Luzán es preclaro ejemplo. El capricho prima por sobre todo orden, la errancia lingüística se apodera del ámbito discursivo, imagen y palabra se vuelven contra toda referencia cierta en un juego verbal-imaginístico que no respeta regla alguna. No debe sorprendernos que Torres constantemente se queje de los viciosos parodiadores y satiristas que constantemente lo atacan, y que pasan a formar parte substancial de su tercera visión y visita: este asedio crítico no hace más que demostrar los problemas de inteligibilidad del texto de Torres, dada la inestabilidad de su lenguaje (no empece sus repetidas protestas de que usa impecablemente la lengua española).

Lo mismo ocurre con Goya, que se ve forzado a advertir, con cierta ingenuidad, que ninguna de sus imágenes está hecha para ridiculizar “los defectos particulares á uno ú otro individuo”.[25] Este escamoteo del referente lanza el signo a la deriva del sentido, tal como la logorrea torresiana, abarrotada de ludi verborum, apenas puede sentar cabeza en un sentido cierto.

5. La cara y el culo del sueño

Francisco de Goya y Lucientes, «Capricho No. 25 – Si quebró el cántaro» (1799).

Torres Villarroel, con humor siniestro, intima que su protagonista astrólogo ha presenciado la transubstanciación de un siglo feliz —que nosotros llamamos dorado o “de Oro”— en un siglo excrementicio. Así, en su preámbulo al sueño de la Tercera visita, ubica a su protagonista hundido en un pozo de excremento, dado que se trata de uno de los elementos fundamentales para llevar a cabo la transubstanciación de la materia en oro. El “toque de Midas” adquiere un giro cruel: todo, en el siglo que le tocó vivir a Torres, se ha vuelto mierda.

Conocemos la relación simbólica entre lo excrementicio y lo monstruoso. Nos la recuerda brillantemente Georges Bataille en su summa politica  La part maudite[26] y en otros de sus ensayos sobre lo marginal. La extrema preocupación social por la impureza y los ritos que se constituyen desde las etapas más primitivas de una cultura tienen que ver, primordialmente, con la necesidad de desembarazarse de todo aquello que resulte inmundo, corrupto, en proceso de volverse acuoso y amorfo: lo descompuesto, la basura, el cadáver. La salud de la comunidad depende absolutamente de mantener una clara frontera entre lo sano y lo corrupto, lo alimentario y lo excrementicio, lo humano y lo inhumano. Todo desperdicio es inquietante, amenazante, potencialmente mortífero. No hay nada más desestabilizante para la comunidad que la proximidad de aquella “parte maldita” que amenaza con el contagio. De ahí que, como lúcidamente argumenta Mary Douglas, lo puro no se oponga a lo impuro, sino a lo peligroso. El repertorio de características que se suelen atribuir a lo impuro son, en realidad, emblemas del peligro de la contaminación.[27]

La insistente hibridación metamórfica que opera como máquina desestabilizadora del orden de la forma tanto en las Visiones y visitas de Torres, como en los Caprichos de Goya, no hace más que señalarnos hacia el mundo de lo impuro. La debacle de lo humano se significa mediante metamorfosis: pero en el caso de Torres y de Goya, el “más allá de la forma” es, literalmente, el mundo del más allá: la muerte de la forma. Sueño y metamorfosis se hermanan precisamente al abolir toda forma. Los personajes de los sueños de Torres y de Goya son, en esencia, versiones del sujeto que deviene cadáver, del sujeto marginal que se desconoce como sujeto. Vienen a ser “lo sucio”, en el sentido que le otorga a este concepto Mary Douglas: “As we know it, dirt is essentially disorder”[28]. Añade esta autora:

Where there is dirt there is a system. Dirt is the by-product of a systematic ordering and classification of matter, in so far as ordering involves rejecting inappropriate elements.[29]

De alguna manera, la escritura “desatada” —en sentido cervantino— de Torres, y las imágenes fruto de una imaginación igualmente “desatada” en el caso de Goya, configuran, tal vez, un intento desesperado de conjurar “lo sucio”, que porque se ha vuelto hegemónico escapa de los intentos de purificación y clasificación de estos dos artistas. ¿Podemos, entonces pensar que la sociedad pueda desechar lo sucio? Tanto Torres como Goya guardan silencio ante esta espinosa pregunta.

Ahora bien, tanto Torres como Goya emblematizan “lo sucio” con los cuerpos de sus personajes al asimilarlos con imágenes del culo y sus concomitantes excrementos. Ya mencioné la escena inicial del tercer sueño de Torres, pero a través de todo el libro se insiste en imágenes groseras en las que se asimila el rostro inhumanizado a las excrescencias grotescas del culo:

Ves aquí —le dije a Quevedo—; éste es el que tocaba antes, que es un aprendiz de basurero, fregón de rostros y desmontador de traseros lanudos.[30]

[U]n culo de bacía por casco, dos aventadores por orejas, que parecían asas […]; tan mocoso, que acudía a sonarle la pringue por momentos […].[31]

Francisco de Goya y Lucientes, «Capricho No. 13 – Están calientes» (1799).

Goya también se fija en este ubicuo orificio que, según Douglas, representa un punto de entrada o salida de unidades sociales[32]. Así lo vemos en los Caprichos no. 13 (“están calientes”, no. 19 (“Todos caerán), no. 20 (“Ya van desplumados”), no. 25 (“Si quebró el cántaro”), no. 26 (“Ya tienen asiento”, en el cual varias mujeres se sientan en las sillas de cabeza, y no de culo), no. 62 (”Quien lo creyera!”), no. 63 (“Miren que grabes”, en el cual los rostros de los animales de montar se confunden con la genitalia de los hombres con cabeza de animales que los montan), no. 65 (“Donde va mamá?”), no. 67 (“Aguarda que te unten”),  no 68 (“Linda  maestra”, en el cual la maestra, en vez de darle la cara a la alumna bruja, le da el culo), no. 69 (“Sopla”, en el cual se usa el culo de un niño como fuelle), no. 71 (“Si amanece, nos vamos”, en el cual los culos se exhiben tanto como los rostros) y no. 75 (“¿No hay quien nos desate?”, en el cual una pareja está amarrada de culo y no de cara). Nótese que Goya hipercaracteriza esta parte del cuerpo y su orificio, especialmente en lo que tiene que ver con la prostitución y la brujería. Ambas son profesiones claramente excrementicias, lo cual obedece a creencias saturnales que registran cuidadosamente los estudiosos de la alquimia y las ciencias ocultas en la modernidad temprana.

Francisco de Goya y Lucientes, «Capricho No. 26 – Ya tienen asiento» (1799)

La alquimia relaciona lo corrupto y excrementicio con el sueño saturnal, ya que es Saturno quien rige la fase negra de la putrefacción. Es de esta substancia excrementicia —materia prima— que proviene el oro de Apolo, lo brillante y civilizado. El sueño de Saturno implica la latencia durante el período de putrefacción, y así puede decirse que, si Torres estuviese citando esta tradición, debiera terminar su libro con un episocio de resurrección, como en efecto lo hace al final de sus Visiones, en tanto se niega a entrar con Quevedo a la tumba y despierta despavorido en su propia habitación. Goya también culmina su portafolios con una imagen de despertar del sueño en su Capricho no. 80, “Ya es hora”, en el cual representa a unos brujos-monjes-diablos desperezándose sin ambages o recato alguno. Las Visiones y visitas de Torres y los Caprichos de Goya tienen clausuras similares. Sin duda puede decirse, tanto Torres como Goya parodian la tradición alquímica, y hasta puede decirse que bromean con transformar sus excrementicios libros en oro tintineante, en buenos reales. Estos dos autores están preocupados sobre todo por la venta de sus respectivos productos, si bien caprichosos o excrementicios. Ambos son, entonces, alquimistas verdaderos, en tanto convierten el excremento de su imaginación en oro de buena ley. Con gustosa ironía ambos regresan, a sabiendas, al orden marcado por los mercados de bienes materiales y a los intercambios simbólicos. Y ese trasvasamiento se da del lado oscuro y problemático, en el ojo oscuro y secreto, irritable y maloliente, del Siglo de las Luces.

Francisco de Goya y Lucientes, «Capricho No. 80 – Ya es hora» (1799).


*Nota bene: Este ensayo fue parte de mis requisitos para alcanzar el grado de Doctor en Filosofía y Letras en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Rio Piedras, y fue publicitado en 1999.

[1] Folke Nordström. “El capricho número 43”. Goya, Saturno y la melancolía. Consideraciones sobre el arte de Goya. Carmen Santos, trad. Madrid:Visor (1989), pp. 141-160.

[2] Citaré de Diego de Torres Villarroel. Visiones y Visitas de Torres con don Francisco de Quevedo por la Corte. Edición de Russell P. Sebold. Madrid: Espasa Calpe [Clásicos Castellanos] (1976).

[3] Esta fue la intuición de Ricardo D’Auria y de Valeriano Bozal al ponderar la posible conexión entre Torres y Goya.

[4] Ibid., pp. 22-23. Las bastardillas son mías.

[5] Torres Villarroel, Visiones y visitas, op. cit., p. 24.

[6] Ibid., pp. 108-109. La bastardilla es mía.

[7] Victor Stoichita y Ana Maria Coderch sobre el anuncio del portafolios de Goya, titulado “Goya’s Pharmacy”, parte del excelente libro Goya. The Last Carnival. London: Reaktion Books (1999), pp. 155-191.

[8]Ibid.

[9] Real Academia Española, op. cit.,  p. 162.

[10] Helman, op. cit., p. 48.

[11] Real Academia Española, op. cit. A-C, p. 153.

[12] Aquí sigo la interpretación de Stoichita y Coderch, op. cit., pp. 155-165.

[13] Torres Villarroel,  Visiones y visitas,op. cit., p. 107.

[14] Ibid., p. 108.

[15] En su Interpretación de los sueños, Freud, propone una labor similar configura lo que llama “el trabajo del sueño”[15]: condensación de los rastros del día o del pasado, metaforización y enmascaramiento. Freud presupone la descifrabilidad del sueño según una serie de tópicos que pasan al repertorio de los signos y símbolos del sueño.

[16] Marco Tulio Cicerón. Sobre la República. Sobre las Leyes. Madrid: Tecnos (1986).

[17] Helman, op. cit, p. 48.

[18] Torres Villarroel. Visiones y visitas, op. cit., p. 19.

[19] Real Academia Española, op. cit., p. 649.

[20] Torres Villarroel, Visiones y visitas, op, cit., pp. 14-16.

[21] Torres Villarroel. Visiones y visitas, op. cit., p. 18.

[22] José Miguel Cortés. Orden y caos. Un estudio cultural sobre lo monstruoso en el arte. Barcelona: Anagrama (1997). Ver también Jeffrey Gerome Cohen. “Monster Culture (Seven Theses)”. Monster Theory. Reading Culture. Minneapolis: Minnesota U Press (1996), pp. 3-25.

[23] Ibid., pp. 120-121.

[24] Es obligado aquí hacer referencia a los extraños rostros híbridos producidos por Giuseppe Arcimboldo. Vale la pena notar que al menos una de las obras de Arcimboldo —La primavera, pintada en 1563— existía en la colección real en España dado que fue probablemente regalada a Felipe II. Los caprichosos perfiles ejecutados por Arcimboldo están compuestos de diferentes elementos cuyo vínculo común es el tema de la pintura. Por ejemplo, La primavera es un perfil elaborado a base  de flores de diversa forma y color, cuyas flores van componiendo los diferentes elementos del rostro y del traje del retratado, que no es otro que una personificación de la estación primaveral. Ver, Werner Kriegeskorte. Arcimboldo. Köln: Benedikt Taschen (1993). Ver también Louis Marin. “Utopic Rabelesian Bodies”. Food for Thought. Traducido por Mette Hjort. Baltimore: The Johns Hopkins U Press (1989), pp. 85-113.

[25] Helman, op. cit., p. 48.

[26]  Georges Bataille. The Accursed Share, Vols II & III. New York: Zone Books (1993).

[27] Ver, en general, Mary Douglas. Purity and Danger. An Analysis of the Concepts of Pollution and Taboo. London: Routledge (2000).

[28] Ibid., p. 2.

[29] Ibid., p. 36.

[30] Torres Villarroel, Visiones y visitas, op. cit., p. 26.

[31] Ibid., p. 63.

[32] Douglas, op. cit., p. 4.