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por Lilliana Ramos Collado

¡Adiós, mundo cruel!

“Adiós, mundo cruel” es frase que recuerdo desde niña. La ví por vez primera en una pegatina adherida al carro de mi vecino de en frente. Al lado de la frase, el dibujo de un hombre que, metido hasta la cintura en un inodoro, tenía puesta la mano sobre la manija para descargar las inmundicias. Así, se suicidaba hundiéndose en el mundo excrementicio, negro y maloliente, de las cloacas. Allí, el cuerpo digerido por la química de la muerte lo descompondría para volverlo anónimo, indistinto. Ya lo sabemos y lo repite esta pegatina genial: el inodoro es un mundo al revés: trastrueca la vida en muerte, los aromas en pestilencia, el cuerpo en excremento.

La boca de la taza del inodoro es umbral a través del cual pasamos a los bajos fondos de la tumba. No estamos ante los “pearly gates” celestiales, ni ante la boca del Sésamo, sino ante la caverna dantesca delante de la cual debemos abandonar toda esperanza, o ante el espejo de Alicia, cuya maravilla es poner nuestro mundo de cabeza. El mundo cruel, desacralizado, que recurre al inodoro o al espejo perverso como umbral, crea la lógica de una muerte de mierda, una muerte que parece ser menos mala que este mundo cruel, pues constituye el pasadizo para escapar de éste. Por eso, y mal mirado, no me extraña, entonces, el título del libro de Luis Negrón, Mundo cruel, que acaba de lanzar su tercera edición en San José, Costa Rica, bajo el sello de la Editorial Germinal, Colección Pezón, 2011, luego de apenas 18 meses de su primer a edición en Puerto Rico en mayo del año pasado.

Desde la tapa veo cómo esa pegatina profética anticipa, más que un mundo excrementicio plain, el inodoro como espejo de Narciso, aquél ante el cual muere Caneca, sin duda después de haber observado con su tercer y más íntimo ojo, su culo reflejado entre la mierda mientras era estrangulado con un cable eléctrico. El cuento titulado “Botella” —y su inodoro como espejo-al-revés-de-Narciso— es buen punto para meternos, hasta la cintura, en el inodoro, y desde allí —antes de zambullirnos y de escapar para siempre— observar este Mundo cruel.

«Botella»—narrado en primera persona por un bugarrón tecato que busca viejos en la playa para sacarles dinero o posesiones— pormenoriza la pesadilla del protagonista quien, luego de estar con el viejo Caneca, regresa a su casa y al ser rechazado por su esposa, regresa a la casa del viejo y lo encuentra estrangulado sentado en el inodoro. Temiendo que se le achaque el crimen, busca cloro para borrar sus huellas digitales y el trazo de su ADN seminal. Eventualmente da con otro viejo, que sospecha del olor a cloro del protagonista y, ante esa suspicacia, el bugarrón lo estrangula con un cable, repitiendo el modus operandi de la muerte de Caneca. El bugarrón sigue huyendo y da con Botella, otro bugarrón cuyo modus operandi es limpiarse con cloro luego de tener relaciones sexuales, cuyo cloro guarda en una botellita para el caso: su “caneca” de cloro. Eventualmente, el cuento funde las historias del protagonista y de Botella, con todos los viejos o víctimas de ambos. El del cuento es un mundo excrementicio en el cual los bugarrones, que se introducen en el ano o en la boca de sus víctimas, luchan por mantenerse limpios con cloro, tratando de quitarse el “sucio difícil” de una sexualidad prohibida y, para ellos, vergonzosa si bien extremadamente lucrativa.

Esta idea de asimilar el recto con la tumba, ya presente en el teatro clásico inglés en obras de Shakespeare y de Marlowe, cuyas disquisiciones sobre el fundament —es decir, el fundillo— se referían a los azares sociales de la relación homosexual, renace en un famoso ensayo de Leo Bersani titulado “Is the rectum a grave?” donde discute los crecientemente mitificados efectos del SIDA que sirven para demonizar ese mundo al que se entra y del cual se sale del cuerpo por la puerta de atrás. En vez de segregar su mundo en los buenos y los malos, Luis Negrón lo segrega entre los sucios y los que tratan desesperadamente de mantenerse limpios. Claro, el protagonista fracasa en su empresa higiénica al enviar a Botella, mediante un pasaje en el cual a cambiado su nombre por el de aquél, a casa de su hermana en Nueva York. Así, el protagonista y Botella devienen uno y el mismo, con idéntico afán de pureza para tratar de escapar de un mundo excrementicio que, irónicamente, les da su sustento. Tratando de convertir la mierda del viejo en oro, el protagonista y Botella terminan convirtiendo el oro en mierda.  La botella, a la vez el ano y la caneca de cloro, presenta la vida del ano y la vida del inodoro como el mundo al revés: una tumba intoxicada con pretensiones de pureza.

Ocurre, pues, que el Mundo cruel de Luis Negrón no es otro que el mundo al revés que cultivaron genios literarios como Miguel de Cervantes y Jonathan Swift, producido por una mirada al sesgo, en el cual detectamos distopías extrañas que sirven para revelar, desde su lado perverso, los males de mundo. Estos mundos al revés son, y uso los descriptores de Sara Ahmed, mundos dislocados, quebrados, desorientadores, oblicuos, doblados, en suma… queer. Nos dice Ahmed: “Hacer que las cosas sean queer es ciertamente perturbar el orden de las cosas”. (Queer Phenomenology). El mundo cruel es un mundo queer en el sentido de que es y promueve el extrañamiento, disloca totalmente el mundo heterosexual (que es el mundo al derecho, es decir, straight), y nos deja con las manos vacías, solicitando al lector que busque cómo orientarse entre las ruinas de un mundo que ya no es sino crudo, es decir, cruel.

En este sentido, vale la pena examinar por un momento la prosa de Luis Negrón. Estamos ante secuencias de oraciones donde escasean la descripción y el diálogo, y donde sobreabunda el enunciado de acciones. Casi podemos decir que, en los cuentos de Negrón, lo importante son las acciones e incluso muchos de los enunciados directos de los personajes son actos de habla, es decir, también acciones, o la pormenorización de acciones. Si nos referimos a Aristóteles, detectamos de inmediato en Negrón una voluntad de drama —quizás de tragedia—, donde prima la narración en primera persona, el diálogo entre personajes, la conversación telefónica unilateral. Todos los cuentos menos dos son verdaderos monólogos: “El elegido”, “El vampiro de Moca”, “Por Guayama”, “Botella” y “El jardín”, son monólogos; “La Edwin” y “Junito” son monólogos telefónicos al estilo de “La voz humana”, de Jean Cocteau. “Muchos”, un remedo de The Merry Wives of Windsor bajo la guisa boricua de Minga y Petraca, es un diálogo teatral con acotaciones.  Sólo “Mundo cruel”, que es, interesantemente, el último cuento del libro y homónimo de éste, está escrito en tercera persona, y vale, entonces, indagar en estas diferencias de enunciación.

Me interesa el giro dramático que sugieren casi todos los cuentos de Mundo cruel. Y me interesa porque la palabra «cruel», que rutila en el título con su vivísima luz negra, me refiere a la propuesta del teatro cruel o de la crueldad de Antonin Artaud. Como el mundo al revés, el teatro de la crueldad busca, deliberadamente busca quebrar, de forma a la vez violenta, austera y física, la realidad falsa que tupe nuestras percepciones.  Se trata de un teatro que busca “cuestionar no sólo el mundo externo objetivo y descriptivo, sino también el mundo interno… Ni el humor, ni la poesía ni la imaginación significarán algo si no logran, mediante una destrucción anárquica de las formas que fundamentarán el espectáculo, cuestionar al ser humano, sus ideas sobre la realidad, y su lugar poético en ella.” (Artaud, “Le Theâtre de la cruauté”) Es esto lo que de forma cuidadosamente deliberada buscan los falsos cuentos cotidianistas de Negrón, subvertir nuestra percepción del mundo al develarnos áreas de la realidad que bien pueden proponerse como sinécdoques de “La Realidad”. En la prosa de Luis Negrón, lo excrementicio desempeña el papel de lo que Roland Barthes famosamente ha llamado “efecto de realidad”.

Quiero, para fines argumentales, comentar el primero y el último cuentos del libro. “El elegido” narra la vida de un adolescente excepcional —muy parecido al protagonista del filme Teorema (1968) de Pier Paolo Pasolini—, cuya presencia disloca la vida cotidiana de cada hombre y mujer que sale a su paso. El elegido es un muchacho de pueblo cuya homosexualidad es evidente para su familia. Golpes que rayan en la tortura, admoniciones y predicaciones, son inútiles para contrarrestar el avance voraz de este adolescente que seduce a todos con su mera presencia. Singularmente son los hombres los que lo buscan, siendo el pastor de su iglesia su presa cumbre. El chico es consciente de su poder, y no hace más que explotarlo, precisamente porque la seducción de hombres no le presenta reto alguno. Al igual que Terence Stamp en el film de Pasolini, todos caen ante “el elegido” en adoración místico-erótica. De hecho, la mera aparición del muchacho en cualquier escena trastrueca los deseos y las intenciones de la gente más diversa. En un solo recorrido nocturno, saca de quicio a todo el que lo mira. La virilidad queda totalmente subvertida por su presencia. Por donde quiera que camina, el chico vuelca el mundo hetero patas pa’rriba.

Es notable la inocencia con la cual este muchacho obedece a las propuestas de otros. Si bien su deseo homosexual de ser poseído está siempre presente, son los otros los que deben renunciar a su propio lugar en el mundo para degustar el fruto prohibido que el chico constituye en la narración. Cada uno que en él se hunda, cava (y clava) su distanciamiento del mundo conocido para ir a ese lugar que está al otro lado. Interesantemente, para ellos —los conversos a esta religión del cuerpo homosexual—, su acto es la respuesta a un llamado que reconoce en el chico el personaje del elegido que promete, precisamente, un mundo cuya desreglamentación ostenta nuevas reglas. Es lo que el ministro le propone al final, el mismo día en que ha bautizado al chico: irse a Florida a fundar. Este fundar florido mediante el fundillo no es otra cosa que el nuevo fundo en un mundo del otro lado del rectum como tumba: el mundo como promesa y florescencia del cuerpo tomado. El mundo feliz sin distingos que está más allá de la heterosexualidad. After all, a Florida se fue Juan Ponce de León a buscar la fuente de la juventud, que quizás no fuera otra que ese trasero juvenil de eterna promesa que ostenta “el elegido”: el trasero digno de decorar con una flor alguna escena del Jardín de las Delicias del Bosco.

En este cuento, la narración en primera persona es esencial, pues el chico narra, con creciente sorpresa, su poder cuasi-divino sobre sus semejantes. Su sorpresa nos sorprende, y así el lector se vuelve también solidario con su pasiva gesta de seducción. En esta utopía de los deseos develados y satisfechos, la oferta es exactamente igual que la demanda. Es un negocio-de sexo-redondo.

Este idilio pueblerino poblado de figuras inocentes y edénicas tiene su cuestionamiento en el último cuento del libro, titulado “Mundo cruel”. Narrado en tercera persona, tenemos por primera vez en el libro el beneficio de un narrador externo que nos da cuenta del sorpresivo momento en que el mundo se vuelve “cruel” cuando el Municipio de San Juan declara el establecimiento de los jueves como “Gay Nights” en Santurce. Los protagonistas, dos locas provincianas con pretensiones aristocráticas, operan como censores de los cambios sociales que ocurren gracias a la aceptación general de la homosexualidad y del lesbianismo en “el mundo”, al menos los jueves por la noche en Santurce. Para José A. y para Pachi, el mundo es bueno porque obedece a sistemas de exclusión que les dan a ellos primacía sobre sus no-tan-semejantes. Cuando esto cambia, todo se vuelve cruel.

Misóginas hasta la estridencia, racistas y asqueadas ante el cuerpo obrero, las dos locas, en sus costumbres, van construyendo frente a los lectores el mundo del maquillaje y de la máscara, la caricatura de los símbolos de poder y del consumismo desatado. Me recuerdan un famoso lema de Margaret Atwood: “La chica que se define a sí misma por su bufanda marca Hermes, puede perder su identidad en un incendio”. En este cuento, el mundo de las locas se describe como espacio apartado y resguardado, a salvo de la contingencia humana. Los cuerpos son cuerpos vestidos. La carne, impura, queda siempre vedada bajo el esplendor de los aromas y las marcas de fábrica. En este mundo no hay buchas cafres, en este mundo no hay sudor ni caspa, en este mundo sólo hay poses, palabras bien dichas, y la imposición de una artificiosa cultura de la artificialidad.

Los signos del cambio comienzan con narraciones de sueños. José A. sueña que se encuentra en Boccaccio, una barra cafre donde se congregan dueños de biutis de marquesina, enfermeros y empleados municipales. La escena se alivia cuando el personaje vomita. Pachi, por su parte , sueña con que su celular ha sido desconectado. Al telefonearse a sí mismo desde un teléfono público, se sorprende de sonar “tan pato”. La pesadilla de estar out le persigue el día entero.  El próximo signo de cambio es el avistamiento, en el gimnasio, de Gabriel Solá Cohen, el fabu de los fabus, quien en vez de comer lo adecuado para mantener un cuerpo perfecto, se está hartando de un plato de huevos fritos con tostadas de pan blanco. Eventualmente, cuando llegan a la barra fabulosa, José A. y Pachi se encuentran con buchas en la puerta. El shock es total, pues esperaban que la barra fuera todavía reflejo de su mundo perfecto.

Al salir de ahí, se encuentran con que se han decretado los jueves como Gay Nights en Santurce y que todo el mundo está baliando en la calle. Pachi se encuentra con su primer amor, Papote, que viene a recogerlo para bailar y declararle su pasión. Horrorizado, José A. se monta en el auto y se promete venderlo todo e irse a Miami para siempre (otra vez la Florida como oportunidad de un fundar otro fundo…). El mundo cruel en este cuento nos devuelve a la utopía de los deseos satisfechos configurada en “El elegido”. Pero con la diferencia de que, cruelmente, se ha abierto a la transexualidad total, y a la debacle de las diferencias. En este escenario de la crueldad ocurre lo que soñaba Artaud, “se quiebra, de forma deliberada y de forma a la vez violenta, austera y física, la realidad falsa que tupe nuestras percepciones”.

Vale notar el papel del humor en la configuración de los cuentos de este libro, y cómo son los propios parlamentos de los personajes los que causan hilaridad, por inesperados y descontextualizados. El autor utiliza el humor para constantemente romper la empatía con el personaje, y a pesar de los momentos de solidaridad que podemos tener con ellos, nos obliga a mantener una postura distanciada y a tomar las narraciones como apólogos antiguos, como exempla, medievales, como cuentos filosóficos volterianos. Uno tras uno los cuentos —a excepción de “Botella”— hurgan en la personalidad de los personajes, sobre todo en su construcción de la subjetividad y en el espacio social que envuelve a cada uno. Es la incapacidad de cada personaje de manejar su mundo a consciencia lo que nos permite catar los retos que el mundo plantea a los que no son de este mundo.  Un relato como “Por Guayama” exacerba este humor hasta la estridencia, y mientras el cadáver de la pobre perrita Guayama se marchita en un freezer del FBI, Naldi, su dueño, hace en la cárcel el deseado papel de mujer entre los presidiarios. Allí también late, en caricatura y al revés, el mundo cotidiano de la heterosexualidad.

Está claro para mí que la constante subversión de los paradigmas de la normalidad es la herramienta preferida para construir los relatos de Mundo cruel. Ayudado por la narración teatralizada en primera persona, echando mano del humor que constantemente corta el hilo amable de la empatía entre personaje y lector, y culminando en un relato pesadillesco acerca de la instauración de los Gay Nights en Santurce, este libro debate la condición de posibilidad de una verdadera liberación queer, pues los propios homosexuales están atrapados en una cárcel de su propia creación. Interesantemente, aunque los personajes no son queer —al no tener plena conciencia de su oblicuidad—, el libro sí lo es en tanto propone esa oblicuidad como herramienta para replantearse el mundo.

Caricaturas del Mesías, de la esposa, del bugarrón, del viejo verde, del ministro, de las chismosas, de los vampiros de Moca, incluso de la familia nuclear compuesta por un hermano, una hermana, un chico homosexual y un negro haitiano fantasmático que se dedican a ver, por enésima vez, a esa otra familia disfuncional —la familia Von Trapp— que se despide del mundo cantando, son las claves de indagación en los vericuetos de este mundo, que es cruel según las aspiraciones de cada personaje. La falta de solidaridad humana, el interés sexual, el chisme, el egoísmo y la hipocresía nos devuelven un mundo inmundo —es decir, demasiado hundido en el mundo—, deshumanizado, tanto del lado de la heterosexualidad, como de la homosexualidad. Las distopías que este libro nos presenta, al principio y al final, están, pues, abocadas al fracaso. Ni el mundo sin mujeres de “El elegido”, ni el mundo de los Gay Nights en Santurce, son propuestas sociales viables. Como experimentos mentales, estos cuentos dan cuenta de las barreras, de las carencias, de las quisquillosidades que nos abruman y nos hunden, irremisiblemente, en un mundo cruel. Que es este, y no otro, y que (por supuesto) está al revés, quebrado —es el espejo roto del agua sucia del inodoro—, gracias a las talentosas manos de Luis Negrón.